í*&C* Lí 8 H h P: I ^^-^ MmJi ijiiá flAi I É 'ílíi NOYlDIiA. POR JUAN LEÓN MERA. {DS LA *'KEVláTA ECUAT0S.IA.^A"). STORAGE-ITEM LPC/MN LPA-Da6E U.B.C. LIBRARY '^g r 3219 W\ E58 1S39 QÜITaí;.;: ■ [>írRE>;TA DE LA UNIVERSIDAD. iSS9. - ^ Ü.B.C. LfBRARlES eos TÍAS f m TÍO NOVELA POR JUAN LEÓN MERA. (DE LA "Revista EcuATORiA.tA"), QUITO. IMPRENTA DE LA UNIVERSIDAD, 1889. >/ ENTRE DOS TÍAS Y UN TÍO. COSTUMBRES Y SUCESOS DE ANTAÑO EN NUESTRA TIERR/ A mi querida príiim Cornelia Martinez. Si tú que cuentas cortos años de vifla y apenas has visto tal cual escena del mundo, tienes no obstante recuerdos que te sirven para tejer una hermosa y delicada historieta como Faiiliu a, ¿cuán- tos no tendré yo que he visto correr ya más de medio siglo? ¿Y cuántas iriipresiones no guardaré en mi corazón, palpitantes aún, que he recibido en escenas infinitas, en las que he sido actor, ó lo lian sido mis amigos y conocidos ? Hoy está la noche fría y nebulosa, iijeva en los Andes, el cier- zo sacude las ram.as de los árboles despojados de sirs hojas por la desapiadada mano del invierno, y el río crecido y negro brama á cincuenta pasos de esta casa, j Qué horribles horas para los po- lares que no tienen abrigo, y que padecen quizás frío acompañado de hambre ! Nosotros, entretanto, estamos aquí resguardados de los rigores do la iií temperie, hemos tomado leche con café, tú nos has deleitado con el piano y con tu voz angelical, tu mamá, tus her- manos y hermanas y yo hemos charlado y reído á maravilla; y, per íin, vamos á rematar la ''elada con uno do mis recuerdos. Pero no he de pasar adelante sin meter, á manera de cuña, entre el preámbulo y la narración, un pensamiento que se me ocu- rre acerca de la diferencia de suerte entro nosotros que tíin bien lo estaraos pasando esta noche, y los miserables que se están murien- do de hambre y frío. (Por qué tal diferencia? Mil veces se luí repetido esta pregunta, y nunca lia sido contestada, ni lo será jamás: esas desigualdades son un misterio de los muchísimos que se reser- va la Providtincia, son un problema por cu^a .sulucicn se desvela- rú la Alosofíji tantos siglos más cuantos viono roni]»i('ntloso cu vano la cabeza por alcanzarla; y cumplido este plazo, comenzará otro, y después otro y otro hasta el fin del mundo, y el desesperante j^or qué seguirá en sus trece, y la sociedad dividida en ricos y pobres, felices y desgraciados. Entre tanto (y esto es lo que yo quería decir principalmente) consolémonos de que no tenemos la culpa de la desdicha de los demás, y repitamos con uno de los Argensolas: "Ciego, es 1.1 tierra el centro cíe l.is almas?" Ahora sí comienzo. El Ambato, nuestro querido y delicioso río. . . .Pero se me olvidaba: en pago de mi narración deseo dos cosas, mi Cornelia: has de ejecutar en el piano el trozo de músi- ca que mejor annonice con la impresión que te caitse el remate de la historia que vas á oír, y después forjas otra novelita que sea compañera de Faulinn y deleite como ésta á los lectores de la lic- v'tsta Ecuatoriana. ¿Estamos? Pues adelante. El Ambato, nuestro querido y delicioso río, forma su caudal de la misma suerte que muchos hombres el suyo: junta sin ningún trabajo aquí una corta herencia que, al derretirse, le deja la nie- ve del difunto Carhuirazo ; allá un pequeño donativo que lo ha- ce el Casahuala ; acullá el presente de un manantial que brota ba- jo las rocas ciibiertas de ratisgo; y en much-^s partéalas laderas empapadas por las lluvias van entregando al codicioso río hilos de agua que descienden sileTiciosos por entre amarilla paja y verde grama. Y he aquí á poco andar al señor nuestro, enriquecido á costa agena, saltador, alegre, bullicioso y envanecido como si se lo debiese todo á sí mismo. Pero el Ambato no es como la mayor parte "^de los ricos, que aumentan ¡su tesoro sin provecho para los menesterosos y ni aun para sí: es sumamente dadivoso y benéfico, tanto que de algunos años acá se va quedando pobre, porque consiente de buen grado que todo el mundo meta la mano en sus arcas y le sustraiga el cau- dal. La ciudad vecina le ha robado ha.sta el nombre, y no .se diga más. I Qué fuera Ambato sin su río de vegas feraces, verdes y poé- ticas, y sin las ondas que le sustraen los arríbatenos para forzarlas á ir á tierras lejanas á derramar en ellas fecundidad y riqueza? Fuera una ciudad como tantas otras: ciudad y nada más. No tu- viera sil vestido y corona de árboles y flores, ni respiraría embal- samadas y saludables auras, ni escucliaría miisica de mirloíi y gil- gueros, ni se regalaría con el jugo de esquisitas frutas, ni, por me- dio de éstas, habría hecho sus tributarios á muchos de los pueblos vecinos, inclusa la capital d(í la República; ni tal vez, me ati'evo á presumirlo, tendrían su.s hijos el genio dispierto, alegre, chi.spe- anto y expansivo que los distingfue. Pero á veces el Ambato se })one de mal humor: las tempesta- (loíí ó las nevascas de la cordillera occidental eclian lodo y piedras en la cajvi de nuestro rico, que se enoja, se pone furioso, brama, y a/.ota y tala huertos y jardines, obras de su propia munificencia, y derriba puentes, y se arrebata chozas y ganados, no pudiendo librarse de sus iras, en ocasiones, ni sus pobres dueños. Entonces es un demagogo satánico que proclama libertad, se la da amplísi- ma á sí mismo, y para hacerla gozar á sus vecinos, hace. . . .pues ya ven U(J. lo que hace: Jirrasarlo todo. Pero, eso sí, ciertos re- volucionai-ios, que Dios confunda, no hacen bien ninguno ni antes ni después de sus fazañas, y sí sólo gravísimos daños, en tanto que el Ambato, aunque borra con el codo el beneficio que hizo con larga mano, pasados sus arranques demagógicos, que no son sino humoradas malditas de pocas horas, y vuelto á su estado normal de rico bonachón y generoso, vuelve también á ayudar al hombre á recuperar lo perdido, y aun á darle más de lo que le había quitado. Hace poco menos de cincuenta años, cuando yo todavía no era pecador, por el mes de febrero, pródigo de peras, duraznos y capulíes, muchas personas en animada cabalgata atravesaban el puente de La Delicia con dirección á Ficoa. Iban de paseo y se proponían pasar un día. de diversión y chacota, como todavía gustan de hacerlo nue.»tros paisanos. Entonces el sillón de montar apenas daba señales de haber existido, y lo usaba sólo tal cual señora de edición colonial, y el inoderno (/ancho era trasto de lujo de sólo las ricas. Las personas del paseo que recuerdo no lo eran y, según la costumbre común, las mujeres iban á horcajadas como los hombi'es. Las faldas se subían más de lo prudente pleriias arri- ba, y para la honestidad de éstas, damas y matronas estilaban cal- zones de ruán con tral>il]as y los bordes adornados de guarnición de encaje. Échenle ÜU. la chaquetilla do manga larga, cerrada por el puño, un ponchito ligero, un pañuelo de seda al cuello y un sombrerillo con flores y plumas, bajo de cuyas faldas colgaba el cabello en dos trenzas iguales con remate de cinta negra, y tie- nen una señora de aquellos tiempos en elegante traje de montar á caballo. En los hombres privaba la polaina atada sobre la ro- dilla con un cordón cuyas borlas caían á ios lados. En lo de- más el arreo caballeril era ni más ni menos que el de los no ele- gantes de hoy en día: poncho, tamaño sombrero, grandes espuelas, pellón hinudo. ¿Guantes? ISTi en ellos ni en ellas. Algunas mu- jeres, en especial las maltratadas por muchas- navidades, se hacían llevar por delante sentadas de lado en el pico de la silla suavizado por un cojín ó por un paño envuelto en él. El jinete la enlaza- ba con el brazo siniestro por la cintura, mientras con la otra ma- no manejaba la brida; ella le asía por la nuca, y ¡adelante! De esta manera iba doña Tecla, vieja de seis cuartas de es- tatura, apergaminada y de ojos que, con ser lo mejor que Dios le había dado, no eran para envidiados, á causa déla divergencia con ijiic tlralinn sus vistazos; pn(>s si el uno lo liacía ú la dovoclin, su coni].añor<^ se empeñaba en que lo había de hacer ñor la izquier- da. El caballei'o q^io la aguantaba ora su primo hermano don Eonifício, entnado en años como ella, legordete, de rostro amo- ratado, ojos colorados y aire entre cachazudo y abellacado. Cuan- do ii'a do paseo ó do viaje, sn distintivo principal era \;na bota pipona do ciiello de cuoi-no y boca de metal, ])rovista piempi'c de anisado. Ya se comprende cuál soríi el gusto })redilecto del buen viejo. Al lado de doña Tecla y de manera qne estuviese siempre ba- jo los tiros de uno de sus ojos, iba Juanita, s\i sobrina. A poca distancia seguía á la joron el amartelado Antonio, fija en ella la mirada, y más que la mirada, el corazón. No era p;ira menos la belleza de Juanita y las cosas que ya se habían dicho, á pesar do la vigilancia déla celosa tía. A las ancas del caballo de un i)aje y asido de hi cintura do éste con ambos brazos, iba un ciego arpista, infalible pieza en to- da diversión do arroz quebrado^ como solemos decir. Otro paje llevaba ])or delante el instrumento del ciego, y las bolsas de los jicUoues, henchidas de botellas, trfis los muslos de los ginetes. Agregúese el buen humor de todos, y se verá que había lo necesa- rio para darse un verde de los más soberbios. Llegados al huerto designado para la diversión, desmontáronse todos, y los hond)r<'s bajai'(m en brazos á las mujeres. Antonio quiso hacerlo con Juanit:i ; ] (n-o (Unía Tecla le echó un No se nio- l/'stc Ud. con tal tono, qu(^ el pobre r(>trocedió asustado. La vi(^ja. se resbaló del caballo; don Bonifacio echó pie á tierra y ayudó á híicerlo á su sobrina. At.aron los caballos á estacas y árboles, no siii que hubiesí» corcobos, coces, relinchos y amago.'^ de cosas más serias de ])ar1o de esos bribones, y sustos y grite s de niños y mujeres. ¡Qué quie- ren UU. ! había tainbién entre los cuadrúpedos algunas damas do sil raza, si se me permite decirlo, y no pocos galanes En fin, señoras y caballeros acudieron á. la sombra de un ca- ]iulí ya acostumbrado á dar ¡¡osada á gente alegre. Era un árbol fñgnnte, cuyas ramas dobladas á la redara ha cor bel)or á una sonora s(» ] > (locía tp:o era prociso cocer ol durazno en licor. El efecto délas frecuentes libaciones se manifestaba ya en una tuiniiltuosa aleoaía y comenzó el baile. Zapatearon basta bis viejas, y n;) se diga más. ¡Imaginen UÜ. que sería ver danzan.lo á doña Tecda! l^ero co- mo no liay gusto cabal en esta vida, el de la tía de los oj(;s extra- viados, a,l verse en tanta gloria, fué amaivado | or uno8 versos que le (.cbó el bendito ciego, so!)lados por Antonio en venganza d«'l ilosaire que sufriera cuando ipiiso desmontar á Ju:uiita, Ki baile p.ii-n los iho/;i;s, Vara viefos, el rez;u ; Que ver á un viejo baili.iiiu) lis cosa de vomitar. — ¡Ciego canalla! dijo entre diento.s doña Tccbi, y so sentó precipitadamente á medio hacer una^ ].iruota. Don Bonifacio, que se había puesto en cuclillas para í/Z/v^^fy en ( ] arpa, reprendió al ciego; ]iero éste se alzó de hombros y siguió desempt ñándose á pedir de boca do todos. — ¡Otro parí ¡otro par! gritaron muchas voces. Fulanita con Ziitanito. Un mozo de cara en vísper;is de barbar ijwitó á una señorita que, no obstante su deseo de lucirse, se excusó con un "si no se" y un "no puedo", palabras rituales en semejante ocasión en boca de nuestras pudorosas damiselas. El mancebo le tomó la mano y la obligó á ponerse de pies. ElLi, con h^s ojos bajos, colorada y sonreída, tiró á un lado el pañolón, echó las trenzas atrás, cruzó un pañuelo de seda por las espaldas, asidas las esquinas con la mano izquierda sobre ol hombro y con, la. derecha en la cadera, y esperó que su compañero comenzara. Hízolo en seguida, la ima mano en el cinto y batiendo con la otra en alto su sombrerito de paja. — ¡Viva! ¡viva! gritaron todos y daban recios palmoteos; y quien tiraba á los pies de la joven flores y ramillas y hojas verdes, y quien tendía su pañuelo para que lo ]»isai*a. Sentóse la joven, dióle gi-acias ol mozo, y volvieron las voces: — ¡ Otro par! ¡otro al agua! Antonio se animó á invitar á Juanita. ¡Pobre Antonio! un vistazo y un gesto de doña Tecla lo hiiieron como rayos y me le dejaron patitieso. No paró en ésto: l;i vieja hizo una seña á don Bonifacio, éste la comprendió, se sacó el poncho y lo botó á un la- do, quedándose con el chaquetón do paaa cuyos bordes no bapi- banclel nivel de las caderas, la camisa (pie se le escurría sobro la pretina, á pesar de los tirantes que le cruzaban pecho y espaldas, y su querido cuerno pendiente al costado izquierdo; y en esta facha y derramando sonrisa por la entroabitnta enorme b;)ca, se acerco — o — á Juanita, hacicnrlo piruotas y bationdo ol pañuelo que 5?acó Jol 1k)1sí11o (1»'1 cliaquetón. La mucJiacha so pu^o couio un ají, so mordió los labios y, ochando un vistazo furtivo a Antonio, dijo con dosdón : — i Yo no bailo ! — ;Coinó? dijo doña Tecla muy molesta. — DÍl^o que no bailo. — Has de bailar. ¿Conque lias de desairar á tu tío? Y añadió en von baja — ¡Malcriada! — ¡Que baile! que baile Juanita! irritaron muchos de los concurrentes, i Arriba la linda ! ¡Viva don Bonifacio! ¡Hurra! Doña TecLi le tiró y quitó el pañolón con violencia, y Juanita so vio forzada á hacer lo que no quería. — Pava don Bonifacit», el minuete, dijr) alguien. — Bueno, bueno. Ciego, échalo un minuete, contvstaron mu- chos. — ¿Y quiéii alienta f — Antonio. — ¡Magnífico! El baile duró poquísimo, y Juanita durante él tenía cara d(} vinagre y seguía malt.rat;indose los labios con los dientes. El ciego cantaba: La dama que está bailando Se parece á San Mitjuel, y el t;alán que hi acompaña Al (¡ue c^iá bajo sus i)ics. Don Bonifacio comprendió que esta pulla no venía del arpis- ta, y quedó picado. Cuando toriió al pie del arpa y bailaba otra ])areja, — Antoñito, dijo al amante do su sobrina, atiende bien al canto dtd cieguecito. Y la copla dictada por el viejo decía: F.\ ]ínbrc que está queriendo Por la fuer/.a se anonada, Porque no tiene qué dar Pai a nada ¡ ay ! para nada. — ¡^luy bien, tío Bonifacio! exclamó el joven aparentando buen humor, pero tragando acíbar. Y se cruzaban él y Juanita miradas inteligentes. Por dicha do ambos, doña Tecla comenzaba á dar señales do que las copitas so lo habían ido á la cabeza y hacían efecto de narcótico : la tía cabecea- ba y cerraba y abría los ojos lánguidos y vidriosos. Al fin, no pudo resistir, hizo una maleta del poncho de don Bonifacio, arri- mó en ella la oreja, se cubrió la cara con el sombrero y se durmió; pero tuvo cuidado de asir el traje de Juanita para tenerla presa. Nació una e8])erHnza en el corazón de los dos amantes ; y mientnis el ciego, acompañado de Antonio, cantaba en una tonada molodiosn, y ^.lon Boiiifju io salía del rústico piil;fll(''i"i medio tam- l)alí'án(l()so, Juanita tiraba sTiavemente su trajo y lo desprendía de los leñosos dedos de s\i tía. Luego se puso en pie, se despe- rezó, dio unas vueltas entre los concurrentes, y con muclio disi- mulo salió al liuerto. Se metió en un callejón sombrío y apretó el paso, no sin volver la cabeza á cada momento. Nadie la seguía ni veía. ¡Que Morfeo no a^bandone los pái-pados de doña Tecla! ¡Que la alegría y el baile no dejen salir á nadie, excepto a wio sólo, de bajo las ramas del capulí! Tales eran los deseos de Jiumita mientras caminaba. Cerca estaba el río que, puro, cristalino, y bullidor y travieso, descendía ora enlazando en fajas de plata las aziiladas y bruñidas piedras que bailaba al paso; ora cayendo de encima de ellas y formando al pie un hervidero de perlas que brillaban á los rayos le. ¿Sabes que m.í voy da AiiiS.Ilo ? O más bien, mi tía me destierra. — ¡ Cómo ! — Como me oyes. — Pero ¡ por qué te destievra ■ - Porque nos amamos; porque (|ui(>ro impedir nuestra unión á todo trance; porqiie mi tía es muy mala conmigo. — i(^ué injusta y qué ca})rlcliosa es doña Tecda! Te amo, pero mi amor es lionesto y pui-o; teíimo, pero mi intento es san- tificar mi amor con el matrimonio; te amo, y mi único vehemen- te deseo, si te |)ido felicidad para mí, es dártela también tan gran- de y tan cabal cuanto pueda con mi vida de fidelidad, honradez y trabajo. ¿Cómo, pues, se justifícala opinión de tu tía? ¿Aca- so mis honrosos antecedentes no le son Címocidos ? — Todo cuanto dices es cierto, Antonio; pero ya te indiqué mis sospechas acerca del motivo de esa injusta oposición: ella y yo vivimos de la peiisión que tengo en el Tesoro; una vez casada, dejaré de percibirla, y tii er(»s muy pobre para que puedas reem- ])hizarla; y aun cuando lo pudieses, tía Tecla no dispondría de ella con la libertad con que lo hace ahora. — Muy probable es tu sospecha. ¡Ah! la pobreza. . . .mi po- breza!. . . .Pero ¿á dónde quiere enviarte? — A Quito, encargada á mi tía Marta, que quizás sea más fastidiosa (|ue tía Tecla. — ¿(Juándo te vasf — Dentro de cKdio días. — Pues bien, en estos ocho días abriremos nueva campaña y agotíiremos iodos los medios. Hasta ahora no he hablado directa- mente del asunto á doña Tecla, que es tan intratable; pero lo haré nwiñana. Si se niega, si se obstina, nuestra voluntad allaniv- rá do otro modo las dificultades. — Ya sé tu proyecto: ya me lobas dicho antes. ¡ Ah, cómo me repugna! ^tNohay otro arbitrio? — ; (¿ué otro nos queda f — Seguir instando. — ;Y si ella sigu(í en sus trece? Mira, Juanita, es pieciso «jue te fijes también en una circunstancia (jue te b.ará menos re- pugnante el-acto á que «h>ña T(;cla nos oldigue. — ¿('mil es esa '-ircunslancia? pregi;n1ó con viveza la joven. _ o — — lo sé cuándo iiacitfto V, por ]o ini.siiiü, e-uáiülo i .iiiiiilcs vciiitiv.u íiños. — Los cumplo el día de nú santo. — Bien: lioy cstíimos á *J4 de febrero, y dentro de cuatro me- ses cal>alesj Li ley te liabrá dado la libertad .que boy no tienes, — Es verdad; ¿y entonces? — Entonces, á pesar de doña Tecla nos casamos. — Esto sí es aceptíible. — Conque, tengamos paciencia cuatro meses; pero, no obs- tante, mañana baré la tentativa que te be dicbo; pues perder cua- tro meses de felicidad, es cosa que me duele. Habría continuado el diálogo de nuestros dos amantes; pero los sorpi-endáó un ruido repentino tras el tronco del molle y do unas matas. La sorpresa se cambió en susto, cuando advirtie- Vini que quien liiciera el ruido era el viejo Bonifacio, que se po- nía en pie, y tambaleándose y tarareando un yaraví, se dirigía al sitio de la diversión. Don Bonifacio, vencido de la embriaguez, babía buscado también la sombra del árlDol para ecliar su siesta. Ni Juanita ni Antonio le repararon, pues trajeron camino opuesto al lugar en que j'acía. ¿,Escucbó el viejo el diálogo de los dos? Pudiera ser, y en tal caso liabrían empeorado de causa, pues todo lo sabría' do- ña Tecla. Antonio .y Juanita, muy tristes, dijéronse algunas palabras de ardiente cariño, y so separaron. Y en tanto la prudencia los obligaba íi dar sendo rodeo. para llegar por distintos puntos al ár- bol que parecía estremecerse al ruíd.o del canto, el baile, las car- cajada.s y el cboquo do botellas y vasos, ya doña Tecla y don Bo- nifacio, á unos veinte pasos do distancia, sostenían animada con- versación, pero á media voz. Nadie oyólo que decían; mas la primera puso cara feroz á Juanita, sin decirle palabra, y Juanita palideció; y después poniendo la vieja de lado los ojos para que el tiro fuera derecbo, clavó en Antonio una mirada de víbora, segui- da de una sonrisa y cierto meneo de cabeza que valían j^or una interjección y un desafío. El buen joven se puso colorado de ira, se mordió el labio inferior, volvió los ojos á Juamita y le dijo con ellos : Esta,mos perdidos ; mas ¡ ya veremos ! No fadtó pretexto á doña Tecla para adelantarse, con Juanita y don Bonifacio, é. sus compañeros do paseo en la vuelta á la ciu- dad. En puridad, no fué para éstos muy sensible la ausencia de los viejos: pero sí la de la simpática y amable joven. Antonio, desazonado por extremo, no quiso continuar en la diversión, y fué á pasar las últimas boras del día recostado y me- ditabundo 011 la orilla del remanso. Durante el camino, doña Tecla se desató en injurias y ame- nazas contra su sobrina y contra xlntonio. Iba furiosa. — ¡Ab! decía, ¡ab, loqulila! ¿cjjiquó ya está arreglado el clíindestino ? ¿U ' f^ — 10 — ¿comjuó ya vas á cumprir vointiim años para luiccr It) que lo dé la gana f j Perra mal agradecida ! por casarte con nn mozo pordio- sero y despreciable ¿quieres abandonar á la tía que to lia criado como si tuese tu madre, y te ha educado y te lia (pierido tanto ? ¡Infame! infame! Pero, eso sí; yo soy quien soy, veremos quien puede más. De aquí á Quito mañana mismo ; y como yo sepa quo sigues con tus locuras, á un monasterio: allí, allí te mantendrás aunque sea de lega ó de cliina; pero no serás mujer de un desnu- dó sin provcclio. Juanita lloraba sin 'decir palabra. Por la noclie, después de preparar lo poco q\'»e se necesitaba para el viaje improvisado de la triste joven, doña Tecla dictaba á don Bonifacio la siguiente carta, y don Bonifacio la escribía pin- tando con tarda mano letras cliicas, redondas é iguales en medio pliego (la 2)apcl d" venado, doblado por el medio y cuyas ovillas fue- ron cuidadosamente igualadas con unas tijeras: — "Anibato, á los 21- días de febrero del año de 1840. A mi sra. doña Marta de N. —Quito. Querida hermana de mi corazón. Como ya te anunció el otro día, nuestra sobrina Juanita se halla trabucada por las co- sas que le ha dicho ese desnudo y pillo del Antonio N., y he des- cubierto que va á salirse de casa con él, loque sería un escánda- lo para todo el pueblo y una afrenta para nuestra familia. Como yate dije el otro día, es preciso evitar esto, y como te elije, con- viene que se vaya á tu casa á pasar bajo tu cuidado lo menos un año, pues nuestro hermano político [Q. E. P, D.] á entrambas nos encargó su hija, y no debo ser yo sola qiñen aguante las co- sas de esa dementada, que hecha la novia me quiebra tanto la cabeza. Como te dije y ahora te lo repito, es preciso que la ten- gas muy sujeta, que no la pierdas de vista y no consientas que salga de casa sino para ir á misa; pues como te digo es una de- mentada, y allá puedo ir á aficionarse de algún otro mozo pareci- do al tal Antonio. Lo demás te dirá nuestro ])rimo Bonifacio, que la lleva, y que como sabes es tan formal y honrado y digno do nuestra confianza". [Aquí don Bonifacio levantóla pluma, vol- vió á verá doña Tecla, é mclinajido la cabeza dijo: muchas gra- cias primita; siempre átus órdenes y á las de mi prima Martila]. La conclusión de la carta fué, como puede imaginarse, Hena de salutaciones, ofiecimientos, etc. Al siguiente día á las cuatro de la mañana salían de casa do doña Tecla dos personas á caballo, )■ descendían por las calles del *w de 1h ciudad. La que iba delante tarareaba una tonata pojni- lar, y de cuando on cuando volvía la cabeza y decía á la que iba detrás: — Juanita, tente firme y no me vengas ccm alguna volte- reta que me obligue á desmontanne. ¡Ea! ea! Traca, traca, traca: li»)y t<'mpranito en Muíalo; mañana tempranito en el Tam- biJlo; pasado mañana tempranito- á tjinar el cliocvr., íí;iM;ii-llta, A'oiitostó la jov.->Ti con mo- ílostla; pero no podía ocultar (jue un rayo de esperanza había ba- jado á ihinilnar 8u corazón, y sonreía, y le brillaban los ojos. — Hijita, cuánto me gn«ta tu sujeción á mi voluntad. ¡ i^'.U' día e.s nliora? — Miércídes. — ¿ Día de correo? — Uí.i de rorreo p;;ra el sur. — ; También para Ambato? — Precisamente. — Pu.'s voy á escribir á mi hermana Teclita. Que venga al momento Bonif, p\iés, en su cuarto, y en dos horas lai'gas, piensa que piens.i, y pinta que pinta letra tras letra, escribió lo que si- gue: '*Mi qneñda Teclita de mi alma. — Después de saludarte con todo ini cariño, e» preciso que te áv^n que la Juanita en todo el tiem])o que hn er.ta=ío co-imig*) no ha dado qué decir de su persona; es mur buenira y un sut K) de humildad; ha oído misa todos los día-! y ha vivido al pie d' 1 confesor. P«?ro como las tentaciones d».-l en«ímigo malo no f.-dta^i, y á las ahnas de Dios persiguen más, cata aquí que ef^ta mañana al salir de misa, el maligno en figura de militar se jn'vsonta derrepente, y encarándose á nosotras le dice á la chiu'.ñlla unas coí«as d(d infierno, (jue de sólo recordarlas me «la escalofrío. Y no i»aró aquí, sino que nos vino fignlendo re- pitieiulo las mismas cosas y otras peores, hasta que nos metimos á la cai-rer;; y cerramos las puertas. Yo le dije á la Juanita que diga Jesiw y se encomiende á la Virgen Santísima; pero como el demonio es tan atrevido, dijo que había de volver. Ya ves, hiji- ta mía, el peligro en que está nuestra sobriua, y que es necesario "uardarLi como á las niñas de los ojos. Con harto sentimiento do mi corazón to digo, pues, que la lleves á tu casa, y mandes por ella al primo Boin fació. Yo no puedo cuidarla, porque una po- bre mujer d<'svalida no vale para lidiar con un soldado, y si suce- dlí^ra ¡ilguna desgracia, me moriría; y simo descuidara un solo momento, tendría que dar cuenta á Dios, y cada una con su pro- pia conciencia tiene demás ]>ara vivir temiendo y temblando. Con- que así, imes, hijita mía, llévala para Ambato, y tú sabrás cómo la libras del tal Antonio. Sobre esto le he echado yo muy buenos sermones, y creo que está bastante convertida. Conque adiós, Te- cuta de mi alma; yo no dejo de encomendarte á la divina Provi- dencia, y te pidtj ([ue hagas lo mismo con esta tu hermana que mu- cho to quiere. — Marta. — Nota. Por Dios, no te descuides: que venga ])ront« el primo Bonifacio; pero volando". Mientras la tía redactaba esta carta, la sobrina no se descui- daba: metióse en xm-dfnKritjucrn, que le servía de cuarto de costu- ra, tocador y oratorio, y escribió también una es(iu, pues la tía estaba prcseute, — ¡Jesús! ña Juanita, creo que la pisé, dijo la mujer, loman- do rápidaraente algo que le daLa la joven sin. que lo advirtiese l.i ] «airona. Pocos minutos después la inquilina dej;d:ia en la estafeta dos cartas en vez de una. A doña, Tecla disgustó pi-ofundajuente, no tanto lo ocarrido con cd oficial, cuautü la necesidad de hacer volv(>r á Juanita á su Lulo. Su primer pensamiento fué negarse á l;i ^()iicilud de su Ler- m^ana, y pedir que encerrase á Juanita en un monasterio; pero algunas reflexiones de don Bv.uif-icio, j>-isv:>s ó no, l;i lucieron <■'. imiireiuler i[UO csi") no era. muy iVicii [¡ara p-ersonas (|ue no te- nían valimiento en la capital. Entonces se le ocurrió á doña Te- cla enviiir á su sobrina al monasterio de Riobamba, en donde con- taba con el apoyo de una religiosa, stí parienta. — Resuelto, dijo á don Bonrfc'acio; te vas á Quito lomas pi-onto posible á traer á esa loquilla que me da tantos dolores de cabí^za. Durante tu viaje, liaré lasdiligenxlas co]i la madre N. .; llegas aquí, y ])or lamií-ma, á Riobamba, siii perder un momento. Yíi veremos si la loqnilla y el desnudo áe\ tal Antonio pueden más que yo. Tú me cono- ces: yo soy quien soy. Don Bcmifacio no pudo ponerse en camino sino el lunes si- guiente ;il día en que doña Tecla recibiera la carta de su herma- na, y por mucho que anduviera, no podía llegar á Quito sino el martes por la tarde, ó á lo menos algimas horas d<-s]més del correo. Así, pues, tiempo había para que Juanita recibiese contestación á la carta que había dirigido á Antonio, y tal sucedió. Leyóla, palideció), toubló y regó abundantes lágrimas, que aunque haló de ocultar á doña Marta, no le fué posible; pero ésta juzgó que emociém y llanto provenían de la proximiílad del viai<», y áim lle- gó á imaginar que eran señales de lo muídio que ];i ;,oven se a]» - naba por la sepa.ra.ción do su querida tía, lo cu;d para, ésta fué causa de tierna gratitud, y lloró también. ¡ Por qué se afligía tanto Juanita? La carta d(> Antonio vp- bosaba en amor, en juramentos de fidelidad y en promesas h.daga- doras, y contenía, además, un jthm (Je ojin-oiioiics, co)uo él decía, encaminado á vencer toda dificultad v coronar f£U deseo mutiu; roi\ el ii^ylvi:ir)uio. 1L\ j>l;m, on <;oncc'}'l(> Je la jovi'P., cr;i aliwl- Ao y |M']i¿;íos'), y esto quizás l;i desaíccnalía. (\iaiitiis voces podía l.mvlai- Jív v"ig-i]úincia fie doña Marta, rejciía la lectura, y otrat> tau- t.iS tei!i!;l,ii-a y llovaLa. A.loin:'.s, ¿quién í-'-abe íjiié otros inotivos do temor y pesarse enceiralían un siippcho? El íimor ¡aiii ciiando no e.s contrariado, ]>ero nmcl^o más si lo es, crece y so desarrolla acompañado do no sé qné amargura, de no sé qné recelo d(.loroso, de no sé qué pre- sentiaJer-tcs triplísimos de los que uno no ¡)uede darse cuenta ca- Lal. l*ür es-) l;i ¡vrsona verdaderainento enamorada nunca está ale^;re, suspira nvuclio y derraina lágrimas S' cretas. ¡Ay! el pa- sado, por helio quesea, no es más quo un recuerdo, el presento tan lleno de zozobras y el porA-enir tan oscuro y medroso! ¡Pobre Juanita ! Llegó d;)n Bonifacio bastante cansado, y más que cansado, con la cabeza en malas condiciones y los ojos encandilados, á caii- sa del bendito cuerno, vacío desdo el último l)e:-o (pae el buen vie- jo le diera al pasar el Machánirara. Tambaleándose y balbucien- te, dijo á doña Marta cuanto su hermana, lo liabía encargado decir, y saludó y abrazó á 'Ju;nrita. Después se echó á desollar la ;:orra. A la mañana siguiente, tomado muy temprano el desayuno (le locro, huevos fritos y chocolate, miontaron á caballo Juanita y don Bonifacio, y emprendii'ron el via.je. Precedió nataralmonte la despedida, que en verd;id fué triste. Doña Marta, .lloi'ando, abrazó á Juanita y le' dio lá bendición, no sin haberle dirigido an- tes lai'ga letanía de consejos. Juanita lloraba^ también, y llora- ban enhvzáudoli lina y otra voz en sus brazos las criadas y las mquiliiias, que liabían salido (\o sus habitaciones para decir el adiós, á su querida señorita. ¡Buen viaje! ¡Dios me la lleve con bien! ¡adiós! adiós! RepetíaYí todas. Don Bonifacio, antes de echarlo la pierna á la cabalgadura, había dad.) un largo beso á s'u querido cuerno, nuevamente pro- visto de anisado. * Las inquilinas salieron á la puerta de calle para Ver á los via- jeros hasta que torcieron la primera esquina; doña Marta, con Igual objeto, so había, asomado al balcón, y mientras con la sinies- tra se enjugalia laslágrim.as, con la diestra echaba á Juanita ben- diciones una tras otra. El trayecto de algunaí; h'gu;is que hacía el caminante en la úUima jornada para llegará la histórica ciudad de los Shiris y do los Incas, á la capital de la Presidencia española de Quito, y do la actual Ilep'áblica d'd Ecuador, no era camino, y es punto rc- su'dto ])or la sana crítica que so le daba ese nombro sólo por de- conci;.: irnos ¡'•(',)no no te había de llamar cyí/;^/?/^ esa sucesión do fangales, resbaladeros, abras <ístrechas, gradas de júe.lras luovodi- íM-:. ,•': ' .-. ir,]l;,1;M. (■",) ] \y. V 'íindadcs do una ííi'.'in ciudad! Y s.' 1;> Ham;il):i camino real ; ¡qné ironía! En la estación ele las lluvias, no había Lipér])ole qne alcanzara á pintar lo que era aquel trayec- to; en la estación seca se ponía magnífico, en el decir de nuestra gente; y magnífico estaba el 22 de junio de 1840, pues don Bo- nifacio rodó sólo tres veces, Juanita se enlodó cuatro en otros tan- tos fangos, y dos más dio consigo en tierra al saltar su caballo unas gradas. La pobrecita venía muy melancólica, y ora rezaba con fervor y alzaba al cielo siís hermosos ojos negros, ora lloraba sollozando; ora inclinaba la cabeza y se entregaba por completo á .sus pensa- mientos. Pensaba sobre todo en su querido y fiel Antonio y en el plan que se proponía realizar, qiiizás ese mismo día, cuando ella menos lo espere, ó al siguiente, ó al tercero; porque, en fin, Antoiño no era hombre á quien amedrentaban las dificultades. Ca- vilaiido sobre este punto venía, y sin contestar á tal cual palabra ero no lo consintió don Bonifacio, que ha- bía determinado pernoctar en Machache. Siguieron, pues, adelante. El camino ya no era malo; pero la tarde se puso nebulosa y sombría. Los chagi'as anunciaban que esa noche habría neva- zón y tal vez llovizna. A las tres llegaron nuestros caminantes al punto en que debían rendir su primer jornada. Había por ahí una casa en que sonaban un bombo y un clarinete y voces de gen- te alegre, pues era la víspera de una fiesta que debía hacerse en el pueblo, y los parientes y amigos del prioste, dueño de la casa, habían acudido á celebrar al santo comiendo, y bebiendo y bailan- do muchas horas antes de la función de la iglesia. Indudablemen- te estos agasajos gentílicos y semisalvajes no eran del gusto del bienaventurado; pero el dejar de hacerlos tampoco era del ag-rado de sus devotos, como no lo es todavía hoy que ha tiascurrido cer- ca de medio siglo desde la fecha á que me refiero. Don Bonifacio tuvo por conveniente buscar hospedaje en \uia — 18 — casa cercana á la de aquel ruido qiac le cayó muy en gracia; siem- pre le parecía buena la vecindad de la gente alegre, y luego, ¿eran pelos de cochino esos traguitos que allí tomaría, sin necesidjid de destapar su cuerno * Era esta casa como tantas otras de nuestros cliagras ; tedio de paja qxie el tiempo y las lluvias habían cubierto de una Cftpa de moho verdoso, sobre paredes de \in metro de altura; corredor estrecho con dos pilares toscos y torcidos; una puerta al centro fo- rrada de cuero dores; y por dentro, á un lado el hogar formado de tres piedras negras, al- otro una tarima de juncos liii-ga y alta, y aquí y allá algunas canastas, ollas y otros utojisilios, por Cntre los cuales se paseaban unos cuantos cin/cs. — ¡Casero! grifó don Bonifacio, ^^ hay posada? — Sí, señor.' contestó un hombre chiquitín, flaco, calado hasta las cejas de \u\ sombrero con funda do tafllcto y cubierto de un poncho de bayeta que le bajaba á los talones. —¿Y alfalfa? — La tenemos. — ^ Y algo que comamos nosotros ? — También. — ¡Magnífico! Pues pie á tierra. Se desmontó con dificultad; tomó en brazos y bajó también á Juanita, que medio renqueando de ¿ansada dio unos pa^os y so .«sentó en un banco que había en el corredor. En seguida ató los caballos á los pilares, y gritó á unt-i mujer que soplaba el fogón para encenderlo: — ¡Ea! señora,- apure Ud. un poco esa comida, porque ha de saber Ud. qucresta niña y yo tenemos tripas que lle- nar. ¿,Me entiende Ud.? — Sí le entien.do, señor, contestó el segundo toTiiio- del posa- dero, asomándose un poco á la puerta, y seguido de una» chica de cabeza enmaniñada y camisa rota y sucia que le caía hasta los pies. Era el suplemento de la obra, ó sea la hija de los posaderos. El tomo segundo era digno del prirnei'o: ínujer-muñoca, de ojos no muy sanos, nariz en proyecto, caverna por boca y en el cuello íre.s bolas de billar — vulgo cotos-^^que no son rai'as en la gente do esa tierra. Su voí-tido, camisa de ex-poi'Cíil^y brialdc bay-íta, y. . . nada vdás. Juanita se liabía arrimado' de codos en las rodillas y apoyado Jácara en las manos abiertas, en taiito que sin alzar el talón, daba con la puTiti!, de un ]iio golpecitos en el suelo. — '¡Qué niña tan bonita! murmuró la posadera al verla; y \ol viéndose á don iíonifacño añadió: — Sus mercedes tengan un poquito de paciencia, ])ues la comida no estará fino á líis oracio}ics. — Aunque no estuviera hasta mañancí, dijo á üw-dia voz sin levantar la cahcza Juanita. — ^Lanlñita no tiene hambre? — No, í; -inora,- — 19 — r, — ¡ Cáspita ! lo que tiene estar enamorada, observó don Boni- facio en voz baja también; esta mí sobrira se contenta con mas- car ilusiones. Y dejándola sola se encaminó liacia donde sonaba el bombo tentador que parecía dccirlG: Ven, que aquíliay aguardiente. Durante la ausencia de su tío, .Turaiita liabía salido del corre- dor y daba á paso cansado algunas viicltas por el camino y los con- tornos de la casa; pero no veía los objetos ^ue iba encontrando, sino sóío el fondo de su propia alma, abismo de sombras é inquie- tudes. La naturaleza no tenía nada que la distrajese; el Eumi- ñaliui, cuyos picachos negros salpicados de nieve brillaban con los -lUtimos rayos del sol, y cuyas faldas cubiertas de raquítica selva franjaba esos momentos parda niebla; y los extensos prados ten- didos por todas partes y resonantes con los mugidos de las vacas y los balidos de los rebaños; y el labrador que, entonando su yara- ví en el rústico rondador, volvía de rematar su tarea ; y las caba- nas de cumbres coronadas de liumo, nuncio del fin de las fatigas del día, y de la anhelada comida y del descanso : todo esto que en otras circunstancias habría encantado á Juanita, que tenía cora- zón de poetisa, pasaba entonces desadvertido para ella. Al fin sacó del bolsillo del traje la carta de Antonio y se puso á repasarla. Andaba y leía; paraba algunos momentos y seguía leyendo; luego la apartaba de la vista y bajaba, dejando caer el brazo á lo largo de los pliegues del vestido, y puesto el índice de la mano izquierda sobro los labios fuerteraente cerrados, recapa- citaba. En seguida se enjugaba las lágrimas, suspiraba y volvía á la lectura. Así pasó media hora, y en tanto don Benifacio, que tornaba de la diversión, donde le fuera bastante bien, se le acercaba por las espaldas. Advirtiólo Juanita, dobló precipitadamente la carta y la metió al bolsillo, con no poca inquietud. El viejo pasó de largo como si tal cosa^ pero dilató su boca sonrisa maliciosa y di- jo pai'a su sayo: — Conque tenemos cartita; ¡hum! me alegro de saberlo, y ya la veremos. En seguida, ayi^dado por el posadero, quitó las sillas á los caballos y les puso su pienso, quedándose en jarras buen espacio y viéndoles comer. Eran las seis. ¡Qué hora! en ninguna parte muere el día más tristemente que en el campo. Muere y mata con su lúgubre aspecto la alegría de quien no está habituado á la soledad. La posadera anunció que la comida estaba lista. Juanita lo oyó con indiferencia, y don Bonifacio exclamó — ¡Santa palabra! Miren UU. que ya las tripas se quejaban amargamente. Corta, baja y negra érala mesa, y de pies no muy seguros, y los asientos dos bancos que reclamaban el hacha para q\\e los hi- ciese leña. La dueño de casa había cubierto la primera con un trapo jubilado, qiie quizás comenzó sus servicios por ser falda de camisa, puso al centro un cabo de vela chisporroteadora clavado — ic- en el jüjollete (lo una botella, y sirvió dos platos de fábrica nacio- nal, contemporáneos del mantel en el servicio y colmad()S de pa- pas humeantes y de salza capaz de abrasar lenguas de vaqueta : tal era de picante. Juanita y su tío se sentaron frente á frente. La primera tomó con los dedos, pues no había cuchara ni tene- dor, la pa]>a más peijueña y la comió con desgana. Don Bonif;>- cio se engulló todas una tras otra; y en seguida viíaieron sendos trozos de carne en un solo phito, y dos panes, en la ocasión pasa- deros. La joven no pudo vencer las dificxxltades que oponía á toda diligencia, eso que fuera res y que el fuego no había podido con- vertir en manjar capaz de ser triturado por humanas muelas. ¡ Don Bonifacio mismo so d(>claró vencido! — Señora, dijo á la posadera algo molesto, Ud. nos ha servido carne de macho, como dizque se acostumbra por esta tiei'ra. — Ave María, señor, contestó la mujer algo corrida, no me tenga por tan mala cristiana: es lomo de vaca. — Pues la vaca fué su bisabuela, vieja de. . . .Traiga Ud. un peda.'^o de (jueso. Felizmente lo había fresco y no malo. Juanita lo comió con pan; imitóla su tío; bebieron unos bocados de agua en un iarvo de lata, único utensilio de lujo en tan grata posada, y. . . .no nubo más, y se levantaron los manteles, y la buena casera dijo el Bcn-^ dito juntando devotamente las manos y dio las buenas noches. — Juanita, dijo don Bonifacio, tú no has comido nada y vas á pasarlo mal. — No he tenido hambre. — Es raro: las chiquillas siempre !a tienen. — Yo no soy chiquilla. — ¡ Ah ! es verdad, y por eso piensas ya como miijor, en co- sas serias; ¿no es así, Juanita? — Pienso como debo pensar. — ¡Jajá ja! ¡qué Juanita! Tus pensamientos andan.... I*ues, hija, lo mejor es ])ensar en d(n-mir. La joven se mordió suavemente el labio y guardó silencio. Sa- bía á dóiule tiraba el viejo con sus palabras y sus reticencias. La posadera les pidió permiso para irse un moínento á la di- versión. La había precedido su esposo; peroles indicó antes que podían pasar la noche en la tarima, en la qué había tendido paja. Don Bonifacio puso encima su pellón, se envolvió en su poncho, y so recostó diciendo: — Desimés de la mala comida, mala dormi- íla. (Jon todo, Juanita, es preciso que me imites, pues tenemos quemad lugar. — No tengo sueño. El silencio no ora completo: parecía que la naturaleza no Í)odía dormir y pasaba mala noche: ladraban los perros, gritaban as ranas, y de cuando en cuando fuertes ráfagas do viento azota- ban los costados d<' la clio/a ha("i<''ndola ostnMnccer; además s<> percibía bastante claro el rumor déla di versión vecina, y los caba- llos atados á los pilares daban monótono sonido al masticar la al- falfa, ítem: los c«^f;s como que se divertían también y danzaban bajo la tarima cantando en tiple á 3u manera. Juanita sacó del boUillo su rosario de corales, y se puso á re- zar en silencio. Deg)ués pasó lai'gas horas rev(dviendo sus tris- tes pensamientos. Confiaba en Antonio, esperaba que cumpliría sus promesas, no dudaba que el plan que la había comunicado era parto de su buen .•inicio y en el cual habría meditado mucho; qui- zás al siguiente día, más de seguro al tercero, iba á cambiar la situación de ambos; poco fciltaba para qiie se llenaran sus deseos: se aproximaba el momento de verse esposa del horabre á quien amaba y libre de las impertinencias y tormentos á que la había condenado doña Tecla; y sin embargo, tenía en el alma una niibe que no la dejp.ba, y en el corazón un no sé qué amargo y terrible que la mataba. Él plan mismo de Antonio la, disgusituba; pero ¿cómo evitarlo?. Al fin vino el llanto, lenitivo del dolor. Tras este desahogo acudió el sueño: ¡bendito sea! Mas ¡ay! cuiíntay veces el sueño es también ocasión de desgracias! Eran las doce de la noche cuando don Bonifacio asomó en ca- sa del divertido prioste. Fué recibido con algazara y, por supues- to, no faltó el agasajo de las copitas. En seguida el viejo se acer- có al farol de papel que pendía en hi entrada del aposento, y se puso á leer con avidez una carta. Después de cada línea decía á media voz: — Amores. .. .Requiebros. .. .Majaderías. ¡Oh! dijo al fin: aquí está lo bueno, y leyó para sí: "Es seguro que saldrán de Quito el 22 y que harán tres jornadas; yo, acompañado de mi amigo N. N. y do mi sirviente, saldré á tu encuentro en cierto punto del camino que yo sé ; entonces te pondremos al centro y partiremos camino del pueblo N. El viejo Bonifacio se opondrá, gritará y se desesperará ; pero seremos tres contra uno, sin contar contigo, y todas sus cóleras y sus chillidos serán inútiles. El cu- ra del piieblo de N. es mi pariente y amigo : con él allanaremos volando las dificultades que se presenten y dentro de tres ó cuatro días nos habrá dado la bendición. Si nos desciibren y doña Tecla quiere hacer de las suyas, le daremos en la cara con tu fe de bau- tismo, que ya está en mi poder. Conque, amor mío, ¡ánimo! ¡mucho ánimo!". — ¡Aaah! dijo al terminar don Bonifacio, en cuyas manos temblabalacarta, la cosaos seria. Conque el teje maneje va porahí. ¡Picaros! Y esa mogigata de la Juana, que parece que no quie- bra un plato. Bueno, bueno: á mí no me la pegan. Tros contra uno; ¡hum! A otro tonto con esa: yo. .. .pues veremos. .. .no me faltarán arbitrios. . . . A mí no me hi pegan. El viejo caviló un buen espacio, y al íin so dijO, dándose una palmada en la frente: — ¡Caletre! ya dije que á mí no me la pega- ban: estoes: asunto concluido. ¡Me lucí! ¡Ja jajá! 22 Y se retiró á l;\ posada, Jospuós de guardarse Ja carta en el bolsillo de la chaqueta. Juanita seguía en profundo y sosegado sueño. Antes de las cuatro dt» la mañana lo gritó don Bonifacio: — Sobrinita, ya es ho- ra: ¡ea! los huesos de punta! ¡al caballo! La joven se recordó sobresaltada y el viejo salió á arreglar las cabalgadura?. Había encendido el cabo de vela que sobrara la víspera, y Juanita quiso dar uu:i nueva mirada á la carta, acudió al bolsillo ¡y no la encontró! Imagínese la sorpresa, el disgusto y la pena que esto le causaría. Volvió á meter la m:uio al bolsillo, sacó el piífiuelo de narices y lo sacudió, se palpó el seno repetidas veces, removió la paja, anduvo á gatas por el aposento, ¡y nada! 83 aumentó su palidez, estaba fatigada, teml)laba. — ¡Dios mío! ¿qué fué* ¿qué se me hizo? repetía en voz muy queda. En estos afanes y angustias la encontró don Bonifacio. — Juanita mía, ¿que biiscasf — Nada. — ¿Qué has perdido? —Nada. — Pero, hijita, si veo (\\ic buscas algo y est/is inquieta. — Se me ha caído — ¿Qué cosa? — Una cosa. — I El pañuelo? — ¡Qué pañuelo! — k>i no os de importancia, déjalo y vanaos, que la jornada de hoy es hvrguísima y no podemos perder ticnn|>o, — ¡ Dios mío ! — ¡Eh! bien digo que estiis inquieta, v á mí me vas molestan- do con tus tardanzas. ¡Vamos! ¡al caballo! — Pero. . . .f'i aquí la tenía. . . . — ¿Qué tenías eii el bolsillo? — No 1© importa saberlo. — Si fué algo que pudieran comerlo los cuyes, no cuentes con eso: se te cayó, lo agarraron entre diente y diente, y no hay más. ¡ Vamos, niña ! ¡ al caballo ! Lo perdido, perdido, y no hay sino dejarlo. Don Bonifacio hizo el pago al posadero, ayudó á cabalgar á Juanita, mientras éste tenía con la diestra la brida y con la otra mano el estribo que pisaba la joven para subir trabajosamente á la silla; montó el viejo y echaron á caminar. La mañana era oscura, lloviznaba, soplaba incesante viento y era intenso el frío. El viejo cantó con voz gangosa: Quiero más bien i|ue me falte 1.a funda y el cncauclif.do, \' no f¡uc el frío inc asalte Sin cii;arro ni anisado. Y (lió un tcqno al amuo y encoiuli-j iili papelillo. Estoy r. lo- gro, dijo, y r-;igT.i(S cantando: Sin repugnancia ni quejas De mulo más bien haré ; Pero íer paje c-n:r>os, Dominé. •^^¡J;\ jca ja! ¿Qnéto parece, Jiíaíiita? Poro címOs vei'so^ no Ron ])ara tí que eres joven y linda. Hijira, sirviéndote de paje uaríií yo la. vuelta al mundo. Juanita ita tristísima, y por extrc-'mo turbada c iriouieta, y apenas pai'aba la atención en las burla'í; de su impertinente compa- ñero, í 'i jaba la vista aquí y allí, á derecha é izquierda del camino, pero no veía sino sombras y las masas informes de los matorrales que se levantaban á las orillas délas Kiínjas. — ¿Dónde estará f pen- };aba; ¿si estará cerca? |, si estará por aquí? ¿,cuá)ido asoníará? Y á veces la fantasía le presentaba tres ginetes que salían á su en- cuentro; ¡Antonio! murmuraba, y se estremecía; pero lo que La- bia visto eran matas oscuras que sobresalía.n de las demás, i Un ruido!. .. -i vienen!. .. .¡se aproximan!.- Era el ruido de un arro3^o que caía al fondo de un barranco. A don Bonifacio' se le liabía pasado el momento do buen hu- mor, y lleval^a consigo nn compañero malísimo en toda ocasión, pe- ro sobre todo en la soledad y entro las sombras — el bendito mie- do.— ¿ Si estarán ya por aquí esos bribones? se decía; ¡guapa me la pegarían! Y'o soío, ellos tres, esta loquilla determinada ¡Hum! ¡hum! Jí^nfíí TiopuJIo ¡qué peligro! ¿Y si qi\ Tiopidh nos aguardan?. . . .Y el viejo veía también fantasmas y temblaba. Pero nobay noche eterna, ni fantasmas que no se desvanez- can, ni miedo que no j)ase. Amaneció. Seguía cayendo una llo- vizna que semejaba polvo, al través del cual se veían todos los ob- jetos confusos y vargos. Hallábanse nuestros viajeros en la cima de la cuesta de lionicriUo ; á la clorccha se descubríala pequeña selva do lionte-redondo, á la izquierda había unos cuantos árboles propios de aquella, fría región; y árboles y arbustos destilaban abundantes gotas que el aguacerito depositaba en sus hojas y ño- res. Los mirlos cantaban aquí y allá metidos entre las ramas, y los conejos saltaban y huían sacudiendo la mojada grama, al apro- xiínarse'los caminantes. El día se dispcrt;iba alegro como siem- ])ve, pero estaba con.trariado por la naturaleza que había querido llorar á esas horas, y rehusaba quita.rse su manto de nieblas, líuo- na estaba ])ara compañera do Juanita. — ¡Eh! dijo don Bonifacio, ya tenemos luz,_ ¡gracias á Dios! En la oscuridad no hemos tenido ladrones; ¡quién sabe sien la claridad no vengan á hacernos una diablura! Con todo, más vale tener luz que sombras. ¿ Qué dices, Juanita ? ¿No tienes miedo? Yo sí h tcn'^c. Mira, no tardaremos en atravesar Tiopullo, guari- \\n lie ladví^iuos. Dt'spuLH no lia])i-á mv)iivo do temor. La joven nada contostó. — ¡Eli! Juanita, prosiguió ol viejo, ;Jia.s onnuidecidof Yo croo quL' lo que perdiste esta madrugada en el tambo, fué la lengua. JiuMiita pjo.sigiiió en silencio. — ¿Quieres ecliarto un ¡¡uchcf Mira que en esto frío do los diabliis [írovoca da.vlo un l)€>so á mi cuerno. Juanita en í^us trece: calla que calla. Úon Bonifacio se akó do kombros, levantó el codo largo rato y no volvió á chistür. La joven había sospechado que fué su tío el ladrón do la cai'- ta, y el eiiojo vino á acompañar 8u tristeza, y se aumentó su in- quietud. Sin cnil.'argn, mucho había que cajniíiar, y quizás luego, (luiziís más tarde, quizás por la noche. . . .En hn, Antonio cum- plirí;i. su palabra. Dejaron atrás la csplanaila do lÍHiuchay llegaron á la 6V?/^ (le T'iopnllo. En sus inmcíliaciones y á la derecha se haJlaba la en- trada de un camino estrecho (pae tocando en algunos pueblos de Latacunga y dando un gran rodeo iba al fin á dar á las cercanías de Ambato. En esa divi;áón de los dos caminos se detuvo don Bonifacio, y volviéndose á Juanita la dijo con sonrisa maliciosa y en tono de triunfo: — flijita, por a(|uí. — ¡Por aquí! repitió la joven dolorosamente sorprendida. — Como lo has oído. — Pero si DO es este el camino. — Camino es y bueno, y en él no hay ladrones. — ¿ A dónde vamos por a<]uí ? — A Ambato. — ¡ Si .se da una vuelta inmensa ! — No importa. — Si no hay posadas y — No importa: esta noche llegamos á casa. — ¡Pero tío! — i Pero sobrina! — \ o no me voy por aquí. — Te irás quieras que no quieras. — Vayase Üd. solo, qn(> yo sigo adelante. — ¡Ja jajá, loquilla! Sigúeme. — No quiero. -;Qué? — Que uo quiero. — Pues yo sí qi;iero. ¡Adelante! Y el viejo ])on¡éndose detrás dio un f U(>rte i-iendazo en las an- c:is del cal)allo de sucomi>a;"iera, íju(; disparado y poniendo en ries- go do una caída á la joven, se metió ])or el d<'shecho. — ¡Qué despotismo! ¡qué crueldad! exclamó la infeliz, aga- rrándole con ambas manos del ¡ñco de la silla. — liij.-i, si lo liag-o por salvarlo; mira (juu en el camino real te esperan laurones. — Compren #lo por qué me dice Üd. eso, — ¿ Lo comprendes ? Me alegro. ¡Ja ja ja! á mino niela peo-an. ^ _ — E;;tá bien; pci'O — Pero i qué ? — Pero no siempre mi voluntad estará sujeta á la voluntad íigena. — -Calla, tonta, y camina. ¿Dónde hallaste la lengua que se te perdió en el tambo f Juanita conoció que era inútil continuar lidiando con su tío, y que era preciso ceder á la, mabí estrella (}uc la perseg-uía. No volvió á desplegar los labios sino para dar salida á ios sollozos que atropellados se le escapaban de lo más hondo del pecho. Media hora des])ués el pañuelo q;ie llevabíi á la mano estaba empapado de tanto aplicarlo á los ojos. Caminaron todo el día; la llovizna había cesado, el sol los <[uemó largas horas, y el viento los envolvió m\iclias veces en nu- bes de polvo. Por la tarde la nevazón, que no habín cesado en las cimas de los Andes, descendió á las llanuras y volvió á caer llu- via menuda que azotaba los rostros de los caminantes. Tales son los cambios atmosféricos en nuestras serranías. Vino el crepúscu- lo, cerró hi noche, ¡y faltaban todavía leguas por andar! Los ginetes se halhib^tU maltratadísimos del cansancio, y los caballos, con las cabezas inclinadas, apenas andaban. ¡Era parameños una jornada de más de veinte leguas! Eran las diez de la noche, de una noche semejante en todo á la actual: así lloviosa, así ventosa y fría; y el río crecido y negro como ahora, como ahora bramaba también de manera que infundía espanto. El socavón que tenemos aquí cerca, abierto en el reco- «lo >hil((ta. — ¡ Linda noticia ! ¿y quién da esa vuelta f — Pue» no la dé. — Díine, amigo, ¿va mucha agua fuera dtl .socavón f — Bastanti?. — I So puede vadear ? — ir Qii<3 sé yo ? — Pero, hombre, si va mucha agua ... — PueK, señor^ si va mucha agua, no so vadea. Don Bonifacio guardó un momento de silencio. El faso era a})nrado, aunque podía vencerlo con sólo quedürse á ])asar hi noche en la quinta de Atocha, donde yo residía con mi madre y mi abue- la, que eran tan bondadosas y habrían acogido con gus(to á lo.s dos caminantes. O no .se lo ocurrió ó no quiso don Bonifacio adoptar este medio, y sesgueando á la izquierda por una» torcidas callejuelas de cal)uyos, descendieron al río, él delante, Juanita d(!tr;'(s, muda, triste y aterrorizada. DetuvLc'íronse á la orilla del Imizo de río que arrancaba de la boca del socavón. Allí, en me- dio del pequeño semicírculo que forma dicho brazo para juntarse con el río pnnclpab y eii medio de unos árboles de melle y cai>u- — 27 — ií, liabía una cabana liabitada por una excelente familia algo co- nocida de don Bonifacio. — i José ! ¡ José ! gritó éste y la contestación no se hizo espe- rar. — Me alegro que no Iiayas estado dormido. — Señor, qué se lia de dormir con este ruido de los diablos! Y diciendo esto salió José á la puerta de la choza. — ¡Ah! el ca- ballero-Bonifacio, añadió ; no le había conocido. ¿Qué hace, se- ñor, por aquí á estas horas? Buenas noches. — Vengo de Quito y voy á Ambato. — ¿Y la señora? continuó el mozo acercándose al grupo. — E.s Juanita. — ¡ Ah! la niña Juanita. Buenas noches, niña. — Díme, José, tú que conoces á tu vecino — ¿A cuál vecino? — Quiero decir á tu río. Díme, pues, | estará vadeable ? — Hasta un poco entrada la noche, era imposible; pero ha ido mermando la avenida, y ya se puede pasar. — Conque si rebajado el río está todavía que brama como un diablo, ¿qué sería antes? ♦ — Señor, era cosa de espanto. No ha quedado un puente. — Ya lo sé. Pero, vamos, lo que conviene es que nos ense- ñes el punto menos peligroso para ponernos del otro lado. — Hágalo, señor, si los caballos son buenos y no están can- sados. — ¿Los caballos? de primera! Un poco cansados. . . .Pero. . . . José se acercó y examinó el par de bestias. — Cierto, dijo, ¡qué caballos! Este blanco que monta la niña es un elefante. Niña, no tenga miedo. Hace media hora pasaron tres caminantes, y con no ser sus Ciiballos ni la mitad de estos, salieron al otro lado .sanos y salvos. — ¿Tres caminantes? preguntó don Bonifacio sin poder ocul- tar su sobresalto. — Sí, señor, y personas decentes. — ¿Los conociste ? — No, señor. — ¿ Tenían trazas de forasteros ó te parecieron ambateños ! — No pude fijarme. ¡La noche evtá tan oscura! — ¿ Hablaban ? — Sí, señor. — ¿ Les entendiste algo ? — Poco. Uno de ellos se quejaba de haberle salido mal no sé qué empresa. — ¡Diajos! dijo entre sí don Bonifacio, ¡de qué nos hemos escapado! Y todavía hay algún peligro. ¡Lindo fuera que me la pegaran después de tanto rodeo y tcinta mecha ! Esto sería quemarse el pan en la puerta del horno. Pero ¿quién va á su- -js |X)nor qu(^ .-'i osta liora y on iiocIk^ t;in oscui-a y lluviosa so atreva na la po- i»a. Plisemos. — losé, añadió resueltamente, enséñanos el punto más va dea ble. — Con mucho gusto, señor; i)ero aguardo un momento mien- tra^í ]trepare un mechón de ]»aia. Juanita, que no hal>ía perdido ni una sílaba do la iiltima par- te del diiilogo, se estremeció y sintió oprinurselo el alma, y acu- dieron á sil juento todos los p-ensamiontos que ya se piiede supo- ner. Antonio había salido en birsca de olla; había pasado mal día; se había cansado y aburrido y, fallida (a rttiprrsa, fio volvió triste y sin saber qué juzgar do su amada. Se (jiicjaha, segiin ha dicho José. Interiormente maldecía la joven á su viejo tío, causa de tanto contratiejupo. José encendió el mechón de paja; don Bonifacio le dio á be- ber de su cuerno, y bajaron. — Este es el vado, dijo el mozo dotoniéndoso. ¡Olí! ya esto no es nada: puede uno pasarlo á \ñQ. — ¡Cómo que no es nada! habló por íln Juanita: si h:iy mu- cha agua, ¡y tan i)rocipitada! — Nada, nada, en efecto, agregó don Bonifacio; si oslo pare- ce sólo una aseqnia. — -Tongo mucho miedo. — Miedo infundado. -—Tengo hori'or. — ¡Cobarde! — Yo no ])aso. — ¿Volvemos á \o no TiopitJIo f — ¡Bárbaro! — Mira, Jiumitii, el anisado quita todo miedo y Jiorror: écha- te un trago, — Peor eon eso, pues sólo do ver el río se mi» va ]>()niondo muy mal la cabeza, y me da vueítaí? el mundo. El viejo no la instó; pero aplicó los labios al ciimín, levantó el codo y se estuvo largo rato con la cara vuelta al cielo que le echa- hiL su cernidillo. — ('on<|\U', Juanita, ¡adentro! dijo on seguida. — No paso, repitió olla; me (pu'do on casa i\v »José hasta ma- ñana. — ¡ Qué más te quisieras ! ¿ Me tienes ¡¡or un /opinico ? — Pero tío ¡i)or Dios! ¿quiere Ud. matarme? — Lo que quiero es llevarte á tu casa, y te llovai'é. — ¡ P'árbaro! — ¡ Vamos ! Y i>í)níéndoRe dotrástd viejo repitió lo que hiciera en TmpnUo: dio un iieiida;'.o en ¡;ik ai?cas d(l cjtballo y ésto se precipitó al río. — 29 — — ¡Josús! pxclamó Juanita. ¡BárLaro! ¡liombrc bávLaro! El bárbaro metió con fuerza las espuelas á su caball') que de (los saltos y leviintando plumas de íigwn tomó la delantera al de la joven. — ¡Sigúeme sin miedo! gritó don Bonifacio. — ¡Auimo! niña, ¡ánimo! gritaba también José desde la ori- lla, levantando el meclióu que no tardó en apagarse. Kl agua azütabaí el costado de las cabalgaduras subiéndose basta dar en la cintura de los ginetes; aquí tr()})ez;;ban los fatiga- dos brutos, allá resbalaban, más allá se hundían; i)ero la fuerza de hi corriente, si los obligaba á descender, no podía volte¿irlos. Don Bonifacio los animaba á gritos; Juanita se agarraba con aiübas manos del pico de 1?. silla, mas tenía a á la ii.iVLvl, ](\vó Ya salK>n JJU. lo (¡uo leería. Dos|niés uo cada traso Jo la carta amorosa do Antonio, quo toniblaua on manos de la vieja, ésta, soltaba alguna palabra veveladora de la Tempestad do ira que an'ecial)a en f>u alma: — ¡Bribón!. . . .¡infa- me!. . . .¡osa mucliaelia malvada!. . . .¡esa in.i^iata!. . . .¡darme es- te pa<,-o!. . . .¡cómo no vomito san.iü;i-o! ¡cómo no nio muero! Al íin estrujó el papel dando un rugido, y don Bonifacio creyó quo iba á cí'.or con pa.taleta, — Todita, cálmate, l;v dijo, y sobre todo, no rompas la carta, pues nos lia do servir ante el juez. — El jue:'.; dices bien. Ko pord;nnos tií>m})o: veamos aleo- misario de policía, á todos los jueces, para perseguir á esos canallas. Los lio do peryeguir liasta el íin del mundo y los ho do hacer cas- tigar. Píira algo Labra justicia. Y no se lian do casar. A la mogigata la he do mv^ter on un convento, aunque sea para china do monj?is. Ye valgo más (¡no ella : yo ]»uedo más. A doña Te- cla ¿i" N. . . .no se la burla ni se la infama. . . .¡Canalla.s!. . . .¡in- lames Y saltando del lecho mal forrada en un camisón que i¡i poníii semejante á una do aquellas (ilutas sanfas que nuestros rústicos cam])esir.os sacan en las procesiones, íío vistió ])recipitadan>onto, envolvióse en un pañoh'm y, pr(x-edída de la vieja criada que lle- vaba un farol, salló con don Boriifacio en busca del comisario. Este tomó á pechos el jvsunto, piies no quería ]>erder ocasión t.in excelente (eivi comisario nuevo) do lucir .su actividad y ener- gía. Con tod(», y á pesar de todas hwü diligencias y sus i-.fanes pa- ra reunir \\:v,\ escolta, armarla y montarla íi caballo, .so pasaron largas horas, causiindo angiTstias á doña Tecla y aumentando su cólera. La escolta se dividió en tros grr.pos á fin de perseguir á los ]irófugos ])or distintas direcciones. El comisario en ])ersona, acom- ])añado de d.on Bonifacio y cuatro gendarmes, se resolvió á caer do im]>roviso en la quinta arrondada por Antonio. El río había bajado mucho, y lo ])asaron sin peligro, aunque con no poco miedo del valiente empleado ])úblico. Al descender la bajada que iba á terminar en la (¡uinta, co- menzaba* á rayar la aurora y se oía tal cual voz de las aves que la saludaban en (d huerto tendido allá á la orilla del río. El c'hAo s(! liabía desembarazado de la mayor prirte do las nubes negras que lo cubrían la. víspera, y dejaba ver ¡ilgimas estrellas, ])álidaH con la jiro.ximiilad del día ; las lomas de los contornos iban enso- ñando .sus ])crfiles irregular(,'.s y las n;¡atas quo crecían en sus pen- dií'utes costados; grufios de^eblina semejantes á copos de algo- dón cardado se movían perezosos ;iquí y allá á lo largo do la ri- l'ora, y sophiba un vionlecillo frío, ])ero agradabh», que hacía in- clinsir las ]»aj:is de los bordes del camino y silbaba suavemente entre lut rauía.s de lo:; ninUrn y de la.-j cliilca.:. Los i»cros, los du- J — B3 — vanelos y otros aricóles exóticos, fieles á su costumbre en el cli- ma nativo, se habían desnudado en el invierno y presentaban as- pecto ceniciento y triste; los árboles indígenas y los naranjos y limoneros, burladores del frío y del viento, conservaban su pom- poso y alegre vestido, y basta el lujo de sus plateadas ñores y do sus ponios de oro. El comisario y sus compañeros encontraroii algunos indios qtie bajaban al río, en busca de los troncos y ramas que la avenida pu- diera liaber dejado en las orillas, y que aquellos infelices aun lioy en día, suelen ir á recogerlos para proveerse de leña. Cerca ya de la casa^ don Bonifacio se acercó al comisario y le liizo notar en voz baja que babía en el patio tres caballos con sillas, y gente que iba y venía. — ¡Eli! añadió, como que los vti- mos á pillar descuidados y mansitos. Piquemos. En lo de los caballos y la gente, el viejo no so engañaba. Apresuraron el paso y penetraron todos en tropel al patio. ¡ Qué sorpresa para Antonio, su amigo iST. . . .y el paje! Arrimados al pasamano del corredor y con polainas y espuelas, se ocupaban to- dos en vaciar sendas tazas de liumeante agua de aziícar con ani- sado y en comer unos biscocbos. La sorpresa bizo soltar á Anto- nio su taza, que se volvió pedazos. — Caballeros, dijo sin embargo, saliendo al encuentro de sus extraños liuéspedes, á quienes no conoció de pronto por lo escaso de la luz, ¿qué se les ofrece á UU. '? — I Qué se nos ofrece ? contestó el comisario en tono agrio y poniendo muy mala cara al joven; ¿qué se nos lia de ofrecer, sino agarrar á Ud. y su presa? — ¡ A mi presa! señor — Como Ud. lo oye: soy el comisario de policía, y es mi de- ber pesquizar los crímenes, y sepa Ud. que de mí nadie se burla. — No be cometido crimen ninguno. -—¿Cómo ninguno? ¿No es crimen el rapto de una joven! — ¡ Señor comisario ! — No perdamos tiempo. Entregue Ud. al punto á la señori- ta Juana N. , y dése preso á la justicia: se lo intimo en nom- bre de la ley. — j Señor comisario ! . . . .Juanita N — ¡Pillastre! dijo don Bonifacio, creíste pegármela y quedar- te con el beclio ; pero te lias equivocado. — ¿Qué dice Ud. ? preguntó Antonio encolerizado con el in- sulto y encarándose con el viejo, á quien pudo conocer al fin. — Digo que tú te robaste anoche á mi sobrina, y que ^¡Juanita!. . . .Juanita no está conmigo. — ¡Y lo niegas, tuno ! - — ¡Viejo! El joven iba á tirarse sobre él con los puños levantados; pe- ro se interpuso el comisario gritando — ¡ Al orden ! — 34 — AiUoiiio estaba atiinlldo, 5- aunque no ccinprcnciía aiín lo quo ]>asalia ose momento, sí penetró que todo su plan estaba descu- llerto. — Honor comisario, diit) al cabo en voz enérfiicn, i.izodo iurar .1 L d. que la señorita dimana iS . . . .no está conmiixc — ¡ Bali! lo croo: no está aquí con Ud.; poro de seguro se ba- ila en alijún cuarto de la casa ó en un escondite. — Ni en caso ni en escondite al^juno. — ¿Y esos caballos? «No soí\ p.-mi Jarc-arso Ud. y ella al pne- llü N. . . .11 ^No han venido en tilos desde Chr,pumhn? — Señor. . . .Al pueblo — No venrja Ud. con más excusas. — Wsos cíibaílos — Están en vanoabí; ó más bien servirán paja (-1 viaje á Ani- l-at.o. He llegado á tiempo para impedir que Vú. consume su crimen. — Si 'ñor, puedo explicar á Ud — u.'so necesito explicación: lo sé todo, y la misma turbación de Ud. coníirjna cuanto sé. — Padece Ud. un. enprño. Yo iba á montar — íYo eni^añadol jBr.h! Poco ni^ conoce Ud. Ni ti dia- blo c>v¡ toda r.u astucia es capaz de en,q:añanne. — Pues, señor — P\ics, serior, repito i\\\?, no perdajnos tiempo. — Cierto, señor comisario, esto es perder mucbo tiempo, dijo don Bonifacio; amarremos á este bribón y procedaníos al punto á bv.scav á Juanita. Yo doy con elLion uno de esos cuartos: ¡segu- rilo! — "v'ií'jo ius(;iente, giitó Antonio. —¡Pillastre I — ¡Al orden! Soy el comisario y no me dejo faltar al res- jíoto. ¡Ebi muclu'.cbos! añadió dirigiéjidose á los gendarnios, ])ie á tierra, volando, y vamos tras la presa. Un premio al que me Li entreí^ue. Desmontáronse ó iban á ejecutar,}.; orden de l.i autoridad, cuando entre las sombras do una aveiiida de naranjos se notó que vrmía /i^ento. £¡:'an unos indios; estos indios traían algo; este algo era una cosa blanca suspendida en sus brazf>s. Todas las mi- radas so fijaron en olla y todos los labios dijeron: — ;(^ué esl ¿qué es eso? Y el comisario, y don Bonifacio, y Antonio y todos so adelantaron llevados de la cnriosidad. Era un bulto; era un ser luunano; era un cadáver, y cadáver de mujer, ciiyo cabello arras- traba y cuyos brazos y ])ies blanquísimos colgaban hasta el suelo; ¡er.i el cadáver do Juanita! • Antonio dio un espant.)so alarido, aln-ió los bracos y se echó f.obro él, y lo ajustó juntando .su rostro pálido y desencajívdo al rostro b.clado v liúmedo de su amada Juanita, — 35 — Don Bonifacio, abiertos desmedidamente ojos y boca j cru-^ zados los brazos, parecía la estatua de la estupefacción. El comisario no estaba menos aterrado. Nadie hablaba palabra y todo.^ tenían fijos los asustados ojos en el inanimado y candido cuerpo de la desventurada joven, mal cubierto con sus vestidos interiores, vínicos que, aunque desga- rrándolos, babían respetado las onda:». Un indio viejo, sumamente apenado, habló al fin y dijo ha- ber encontrado esa difunta en la orilla, cuando él y sus compañe- ros recogían las ramas y troneos que había traído la avenida. Pasado el primer impulso de la terrible sorpresa, preguntó el comisario : — ¿ Quién me explica este misterio ? — Señor, contestó temblando don Bonifacio — Ud. me aseguraba, le interrumpió el empleado, que Juanita 1n . . . .había sido anoche robada por Antonio, y ahora asoma aho- gada : I cómo es esto ? — Señor. . . .señor El viejo no podía articular más palabra; ni era posible- que pudiese explicar el suceso. Después, haciendo averiguaciones y congoturas y atando cabos, pudo saberse que Juanita cayó al agua al saltar su caballo en la margen del vado ; la oscuridad y el esta- do de la cabeza de don Bonifacio, le hicieron que creyese ver á la joven cuando iba el caballo solo tras él; el silencio de su compa- ñera no era para extrañado, pues lo guardó obstinada todo el día. Los tres montados que habían esguazado el río antes de ellos, fue- ron unos caminantes que luego se detuvieron en el tambo de Cas- lia])amha para descansar y dar un pienso á sus caballos, y tornaron después á caminar, porque deseaban llegar esa misma noche á Pe- luco. Iban de prisa, y al paso el caballo do J nanita que no tenía quién le guiase, se juntó con los de los viajeros y se fué con ellos. Antonio, su amigo y el paje se disponían á salir al encuentro de Juanita, quitársela á don Bonifacio y huir con ella; pero toma- ban antes una ligera refacción, y en este acto los sorprendió la autoridad. La continuación y remate de la tristísima escena, dejo á la imaginación do UU. Sólo añadiré que los mismos indios que hallaron el cadáver, hicieron unas angarillas y, envuelto en una sábana, lo condujeron á la ciudad. Al día siguiente se celebraron en la iglesia de la Merced solemnes exequias. Estaba presente el cadáver vestido de blanco y coronado de azucenas, y muchas mujeres lloraban en torno de él. Sepultáronlo en el mismo templo. Dosó tres días después,. Antonio penetraba por la noche en él, seguido del sacristán que llevaba una luz y le enseñó el punto de la sepultura. El joven se hincó de rodillas, postró la frente en el suelo y oró y lloró largo espacio. En seguida grabó en un ladrillo con la punta de una na- vaja: ''¡Juanita! juro que te amo aun después de muerta y que — 36 — nadie poseerá mi corazón en este mnndo. ¡Acli48a :/ Mlfffi» ^."«^ ■- fci.- ^^*¿t3S^' ir » -1 -j: r. - — . ■ -«* r:í* -^ '-'-- ^ . / Bi-J m.. M^S [\ «É >< ;mr bfltarví